Esta historia se desarrolla a finales de Septiembre, cuando el verano ya daba a su fin, faltando entonces pocos días para que entrase el equinoccio de otoño, anunciando éste el cambio de estación. Esa mañana había refrescado y se estaba levantando algo de viento. Negros nubarrones se veían colgados en el cielo, allá a lo lejos en el horizonte, y eso no presagiaba nada bueno para las próximas horas. En esta época del año en la que entra la luna llena, se encuentran alineados, el sol, la luna y la tierra, dando paso con esta situación, a las famosas y temidas mareas vivas, mareas que pueden crear olas de entre 10 y 12 metros de altura. Sobre estas mareas vivas los marineros de la zona nos podrían contar muchas, tremendas y terroríficas historias de barcos hundidos, con la desaparición de sus tripulantes, unos ahogados y otros no llegando nunca a aparecer, aun siendo estos, valientes y experimentados marineros.
Pero aquí, en Caramiñán, pequeño y tranquilo pueblo costero donde casi todo el mundo se dedica a la pesca, no gustan hablar de ello, sobre todo en un día como el de hoy, en el que un barco a vapor está amarrado en su puerto y listo para zarpar, con su bodega repleta de alimentos, enseres y equipajes, con sus diez pequeños y coquetos camarotes y la cubierta llena de bulliciosos y alegres pasajeros. El pequeño buque se llama Vikingo, y es el único enlace que tiene la pequeña isla llamada Graciosa, con tierra firme. La islita tiene un alto y esbelto faro pintado a franjas horizontales en blanco y rojo, tiene también una pequeña tienda donde se encuentra de casi todo y una tasca o bar que se convierte en centro social y sitio de reunión para todos los que allí viven. No son muchos los habitantes que tiene y aunque en verano se multiplican por tres, dedicándose estos principalmente a la pesca, al buceo y a la observación de las aves, ahora se quedan solo unas cuantas familias, las cuales se conocen perfectamente entre sí.
Juana -La Ventera-, como le llamaban en el pueblito, había madrugado ese día para ir a tierra firme acompañada de su pequeño retoño, que por cierto, ¿quién no la conocía por aquí? Esta chiquilla se llamaba Margarita y era su hija, conociéndola todo el mundo como la simpática camarera, recadera y alegre animadora del pequeño y simpático bar de la pequeña isla. La niña llevaba un trajecito blanco con grandes lazos rosas, zapatitos negros y medias de hilo blanco hasta las rodillas y había ido a tierra firme acompañada de su madre a encargar un vestidito, pues al año siguiente pensaba hacer la primera comunión. Como era costumbre en ella, corría alegre por toda la cubierta curioseándolo todo, y te la podías encontrar por todas partes, recordándome a esas golondrinas que van y vienen revoloteando por encima de casas, charcas, fuentes y jardines a la caída de las cálidas y tranquilas tardes de verano.
La madre de Margarita era una mujer aun joven, de aspecto frágil, y muy hermosa que radiaba una agradable sensación de tranquilidad, fuerza y seguridad. Recuerdo verla sentada en uno de los bancos de cubierta que daban al mar, con un pequeño libro en las manos, y aunque parecía ensimismada en su lectura, continuamente se la veía levantar la vista, siguiendo con sus grandes ojos los paseos y carreras de su inquieta hija. De vez en cuando corría la niña al banco donde estaba su madre, se abalanzaba a su cuello, y sin decirla una sola palabra, la abrazaba cubriéndola con una lluvia de atronadores besos.
Dos toques de sirena, un largo sonido de silbato y el buque se puso en marcha. Recogieron amarras, y pusieron rumbo al mar en dirección a la isla. Aun no habían salido del puerto, y el barco ya se balanceaba como si de una cascara de nuez colocada en medio de un caudaloso arroyo en otoño se tratara. Los pasajeros algo temerosos al ver la mala mar se fueron metiendo poco a poco bajo cubierta, a excepción de algunos jóvenes intrépidos, varios marineros, la madre y su simpática niña.
Olas inmensas azotaban el costado del buque, que se revolvía en un vaivén tan intranquilo, tan angustioso, como si se quisiera resistir a que le robaran las riquezas que portaba en su bodega. Ya casi todos estaban guarecidos en sus camarotes o en el salón del buque siendo este continua y brutalmente zarandeado por inmensas olas, pudiéndose oír el crujir lastimero de sus hierros y maderas. El viento silbaba entre las rendijas de las ventanas, poniendo al pasaje aún más nervioso, dando el barco la sensación de ir a zozobrar en cualquier momento.
Ahora la madre ya había cogido a su hija entre sus brazos y la tenía sujeta como si fuese parte de su propio cuerpo, encaminándose lentamente hacia la puerta de entrada de los camarotes para buscar protección. Ella vivía desde niña en la isla y sabia de la fuerza del mar y lo que este es capaz de hacer cuando se embravecía. El viento rugía, el mar se revolvía, grandes crestas de espuma blanca lamían la cubierta del buque. Pero de pronto se sintió una fuerte sacudida en el costado del vapor perdiendo la mayoría de los viajeros el equilibrio y teniéndose que sujetar fuertemente en cualquier parte fija del buque. Sobresaltados y con una extraña sensación de miedo, miramos entre asustados y curiosos a través de la ventana de ojo de buey, en dirección a la enfurecida mar.
Con pavor vimos cómo una inmensa ola verde, oscura, gigantesca, del tamaño de un edificio de varios pisos, se nos venía encima. El impacto sobre nosotros fue brutal, el agua entró por las puertas y ventanas inundándolo todo en breves segundos. El golpe fue seco, tremendo, descomunal, acompañado de un terrible rugido como si de una explosión se tratase. Inmediatamente la gigantesca ola tras pasar sobre nosotros, e inundarlo absolutamente todo, vimos cómo se alejaba por el costado opuesto al que había entrado, llevándose sillas, mesas, manteles y todo lo que no había estado convenientemente sujeto.
Se hizo un extraño silencio. Pero de pronto, se oyó un grito agudo, desgarrador, viniendo a herir nuestros oídos. Todos nos lanzamos a la borda de estribor en dirección a la procedencia del sonido, cuando un segundo grito de angustia se escapó de la boca de una joven mujer que rígida, quieta y calada hasta los pies se sujeta a la barandilla de la cubierta y mirando al mar, gritaba.
-¡¡¡Mi hija!!! ¡¡¡A mi hija se la ha llevado la ola!!!
Como si no fuese posible y de una pesadilla se tratase, todos nos quedamos por unos segundos paralizados, como si no pudiésemos creerlo, como si fuese un sueño. Pero no era un sueño, flotando en el mar a pocos metros del barco, con el terror pintado en su carita, estaba Margarita, agitando sus bracitos con el miedo reflejado en sus negros y vivos ojitos. La ola gigante había arrebatado sin compasión a la alegre niña de la mano de su madre, lanzándola a continuación al mar. Sin duda la fuerza de la ola hizo que la madre aflojase por un momento la presión de su mano, y la ira de la mar embravecida hizo el resto. La niña no gritaba, el espanto había paralizado todos sus sentidos. Solo miraba en dirección al barco, seguramente en busca de la figura de su madre, tenía los ojos extraviados, como dementes y su cuerpecillo se agitaba en medio de aquellas parduzcas lomas de agua que la subían y bajaban ocultándola entre sus entrañas con sus crestas de espuma blanca.
¿Y su madre? ¿Dónde estaba, que hacía? Esta, seguía aferrada a la barandilla gritando, chocándose a la par sus gritos con los de su hija, como si de las olas al encontrarse una contra otra fueran:
-¡Mamita, mamita mía!, -¡Hijita ,hijita mía, mi vida!-.
El pasaje, aterrado, sin moverse y sin decir nada, mantenía los ojos clavados en la niña. -¡Salvad a mi niña, por Dios salvadla!- Un silencio abrumador era solo cortado por los gritos desesperados de la niña que seguía gritando: -¡Mamita, mamita, sácame de aquí, que me ahogo! A eso, la madre más que gritar, rugió: -Mil, dos mil, tres mil euros, lo que me pidáis, pero salvad a mi niña, ¡salvádmela!
Nadie se lanzó a la embravecida mar. Todos callaban y nadie se movía. Hombres, mujeres y marineros parecían figuras de plomo clavadas sobre la cubierta del pequeño vapor. Pero la pequeña Margarita, agitándose desesperadamente sobre la blanca espuma del mar, iba poco a poco alejándose del barco. De pronto una actividad asombrosa se despertó en el vapor. Cabos y más cabos eran lanzadas al mar por los robustos brazos de los marineros. Los rollos de soga se desenroscaban en el aire como serpientes vivas, cayendo a pocos metros de la niña. La tiraban chalecos, aros salvavidas, pero parecía imposible poder salvarla, la niña ya no llegaba a ellos. Los pasajeros asustados susurraban, que arrojarse al mar era agregar una segunda víctima a la primera y por tanto nadie se atrevía.
La madre no pudiendo más, dio un tremendo grito y sacudiéndose con violencia de de los brazos que la sujetaban, se subió a la barandilla de la borda, lanzándose a continuación al mar. Su cuerpo, como si de una piedra se tratase, se hundió en las embravecidas aguas, reapareciendo sin embargo al poco sobre la superficie. La gente la gritaba dándola ánimos, y ella frenética chapoteaba luchando contra el mar. En uno de los múltiples manotazos que daba al agua para mantenerse a flote, consiguió agarrarse a un cabo que flotaba junto a ella. Angustiada agitaba brazos y piernas, manos y cabeza, en un desesperado ejercicio de supervivencia. Desaparecía, volvía a resurgir, luchaba contra el agua, las olas, el mar. Cada vez se acercaba más a su hija, que poco a poco iba perdiendo fuerzas y ya casi no se la veía. De pronto, otra gran ola levanto a la niña como si de un corcho flotando se tratase, y la lanzó a pocos metros de su madre.
Ahora se pudo ver la fuerza que puede llegar a tener una madre. Creedme son casi infinitas. La madre en un último esfuerzo desesperado y agitando brazos y pies de manera alocada, consiguió llegar hasta su pequeña hijita que ya prácticamente no se movía y empezaba a hundirse lentamente en las agitadas y negras aguas del mar. En un último intento estiró con rabia su brazo, la agarró por los pelos y la atrajo hacia sí, sacándola en última instancia a la superficie. Sin llegar casi a verla, solo por pura intuición, la pasó la soga, a la que ella misma se agarraba alrededor de su cuerpecito, aferrándose con todas sus fuerzas a ella, siguiendo su lucha a brazo partido contra cada golpe de mar, y cada ola que venía a disputarle y arrebatarla su joya, su preciada presa, su pequeña y queridísima hijita.
-¡Tirad, tirad!, gritaban los marineros tirando de la soga y acercándola poco a poco al costado del vapor. -Cuidado, mucho cuidado-, gritaban otros, pues el oleaje aun abofeteaba sin piedad la banda del buque de un modo indescriptible. Cuando madre e hija estuvieron ya muy cerca de la borde, varios marineros tiraron de ellas con precaución y firmeza, agarrando con una mano a la madre, mientras con la otra sostenían a la hija. Esta ya no daba aparentes señales de vida. Con sumo cuidado tumbaron a las dos sobre el suelo húmedo de proa, abalanzándose entonces el segundo oficial de abordo sobre la inconsciente niña, haciéndola inmediatamente ejercicios de reanimación y el boca a boca. Pasaban los segundos y parecían horas. La madre, blanca como el mármol, jadeando, sin apenas fuerza se incorporó lentamente y chorreando agua por todo su cuerpo se inclinó sobre su hija y cogiéndola dulcemente de la mano le dijo: -No niña mía, ahora no te vayas, sé fuerte y lucha, lucha que yo estoy contigo-. Como si la pequeña la hubiese oído, soltó un borbotón de agua por la boca, abrió levemente los ojos, empezando poco a poco a toser y respirar. Al ver esto, todo el pasaje se puso a aplaudir y gritar en una tremenda explosión de alegría.
Margarita, la pequeña hijita de Juana, empezó a incorporarse lentamente, buscando el apoyo de los brazos de su madre. Al ver esto, se hizo un silencio sepulcral... Todos estaban pendientes de la niña, ella miró a su madre, la acarició su húmedo y revuelto pelo, y con voz suave y entrecortada dijo:
¡Gracias Mami!... pero tú… ¿¿¿¿no me dijiste que no sabías nadar????
Hans Klobuznik