29 dic 2021

La venta.

En el restaurante La Venta situado a la salida de mi pueblo, entra un viajante al medio día para comer. 

-A ver camarero ¿qué me recomienda hoy para comer? 
El camarero con una pícara sonrisa y muy amable le entrega la carta. 
-Muy apetecible y mucha variedad. dice el comensal. -Póngame conejo en salsa, acompañado de boletus. 
-Ehhh, no tengo, dice el camarero. 
-Bueno pues póngame trucha a la Navarra con… 
-Tampoco tengo, repite el camarero. 
-Bueno, pues codorniz en… 
-¡Tampoco tengo!. 

El comensal ya molesto y elevando el tono de voz le pregunta: 
-¿Y qué tienen para comer? 
-No se moleste señor, pero solo tenemos huevos fritos con patatas fritas. 
-Y entonces… ¿Por qué me da esta carta tan extensa y apetecible? 
-Bueno, pues caballero… comprenderá que queramos dar a nuestros distinguidos clientes, sobre todo, una buena imagen de nuestro restaurante y para que vuelvan y repitan les ofrecemos esta carta tan extensa y apetecible aunque realmente solo tenemos huevos fritos con patatas fritas. 

Hans Klobuznik

27 dic 2021

Abuelo, cuéntame un cuento.

¡¡¡Bong!!!, ¡¡¡bong!!!, ¡¡¡bong!!!...

Una tras otra iban sonando las nueve campanadas del viejo reloj de pared. -A la cama niños, son las nueve. ¿Os habéis cepillado los dientes?-. Les pregunto su madre. -¡Sí!-, gritó Walter, uno de los dos hermanos, que corriendo al salón iban canturreando la siguiente canción:

-Abuelo, cuéntanos un cuento,
aunque solo trate de un terrible tormento 
y que solo dure su lectura un momento, 
pues así dormiré como cada día, feliz y contento-. 

El abuelo sonriendo contesta: 

-De acuerdo niños, 
de piratas o de astronautas, 
de ladrones o leones, 
o quizás un relato breve, 
como el de aquel niño que se perdió en la nieve. 
Aunque tampoco estaría mal inventar una poesía 
que cuente los quehaceres de cada día. 
Bueno, de acuerdo te contaré uno cada día, 
unos oídos en las charlas del bar al medio día, 
algunos inventados, otros soñados 
y los demás, simplemente copiados. 
Pero luego a dormir, 
que mañana al cole descansados habéis de ir. 
Así es que después del cuento escuchar, 
hasta diez has de contar, 
y luego los ojos has de cerrar. 
¿De acuerdo? ¡Pues venga! Un beso y a la cama, 
que el sueño el cuerpo sana. 
Hans Klobuznik.

26 dic 2021

Un cuento de Navidad

Se acercaba la Navidad, y todos habitantes del pequeño pueblo serrano, se reunían en el atrio de la iglesia, alrededor del enorme roble que presidía la placeta que cubierta de pequeños toldos y casetas, protegían de la intensa nevada caída ya hace varios días a los diferentes puestos solidarios que ofrecían todo tipo de productos, para recaudar los fondos necesarios, para cubrir las necesidades básicas de los más necesitados en estas fechas tan determinadas.

Unos vendían calcetines, guantes y gorros de lana, otros vendían rosquillas, bizcochos y turrones, varios ofertaban voceando sus productos hechos a mano artesanalmente como juguetes de cartón y hojalata. Así todos tenían algo que comprar o vender. Todo era alegría y buen humor. Los niños del colegio público, cantaban villancicos y la rondalla tocaba alegres canciones. Al acercarse ya la noche y empezar a bajar rápidamente la temperatura, pasó el párroco acompañado de dos feligreses puesto por puesto, para recaudar el dinero obtenido.

Ya noche cerrada, el párroco y sus dos acompañantes entraron en la iglesia para guardar el dinero en el armario de la sacristía. Al entrar, vieron a un hombre arrodillado en un banco que rezaba en voz baja. -Hijo mío ¿necesitas algo?-. Le preguntó el párroco. -Nada padre, únicamente me gustaría quedarme un rato más rezando, antes de volver a la pensión-. -De acuerdo hijo, cuando termines tira de la puerta desde fuera y la puerta quedará cerrada-. Tras dejar el dinero en el armario de la sacristía salieron los tres hombres, tras desearle buenas noches al forastero.

A la mañana siguiente, el párroco entró a la iglesia y a continuación a la sacristía, para preparar la primera misa del día. Pero, aaaah… cuál fue su sorpresa cuando vio todos los cajones por el suelo, todos los armarios revueltos y la caja del dinero recaudado la noche anterior desaparecida. Dando una fuerte patada al suelo, salió corriendo en dirección al campanario. Allí se colgó de la soga de la campana y empezó a tocar la señal de alarma. Al poco tiempo todo el pueblo estaba reunido y expectante en la puerta de la iglesia. -¡Padre, padre! ¿Qué sucede?- gritaban todos. -¡Nos han robado, nos han robado todo el dinero de la tómbola!-. 

Todos indignados empezaron a pensar quién podía ser el ladrón. A eso, un niño levantó tembloroso la mano y dijo balbuceando: -Yo vi esta mañana salir a un hombre de la iglesia, y llevaba una caja bajo el brazo. Se fue corriendo en dirección al bosque. Perdón, no pensé que fuese un hombre malo...-. -¡A por él, vamos todos tras el! ¡Sigamos sus huellas en la nieve!-.

Pero al llegar al bosque perdieron la pista de las pisadas, pues las copas de los pinos habían evitado que la nieve cuajase en el suelo. Sin embargo, el fugitivo aprovechó esa misma circunstancia para meterse en el bosque y corre que corre intento huir sin ser visto. Al cabo de un buen rato, y jadeando de puro cansancio, llegó al final del bosque, donde tras terminarse la arboleda y los matojos, vio ante sí una enorme explanada donde era imposible esconderse.

Muerto de miedo, se quedó petrificado pues ya llegaban a sus oídos los gritos de sus perseguidores, todos los vecinos del pueblo le perseguían. De pronto, entre la maleza del bosque apareció un anciano tirando de un carro de mano lleno de haces de paja, se postra el ladrón de rodillas ante el anciano y balbuceando le dice: -Buen hombre, por Dios os suplico, ¡ayúdeme!- .-Joven, ¿qué queréis de mí?- le contesta. -Que me escondáis en el carro y no me delatéis, y si eso hacéis, os daré una caja repleta de billetes y monedas, buen hombre-. Tras meditar unos segundos, le dijo el anciano: -Que así sea. Meteos dentro del carro, cubríos con la paja, y no digáis ni una palabra-.

Momentos después empezaron a llegar hombres, mozos, jóvenes, mujeres y niños, todos pertrechados con palos, con cuerdas y otros con cadenas. Al ver al anciano pararon y le preguntaron: -Señor, ¿habéis visto por aquí correr a un malandrín con una caja de madera bajo el brazo?-. -No vi a nadie-, contestó este. -¿Y qué delito cometió el tal malhechor?-. -Pues nos robó toda la recaudación del mercadillo solidario que guardábamos en la iglesia-. -Cuanto lo siento, pero si llegase a verle no os preocupéis, que os lo haré saber con un fuerte silbido-.

Tras dar todos los perseguidores varias vueltas por la zona sin éxito, y ya cansados de tanto correr, toman malhumorados y decepcionados el camino de regreso al pueblo. Al quedar la zona despejada y quedarse el anciano solo, destapa el carro quitando la parte superior de los haces de paja y con voz suave pero decidida, le dice al ladrón: -Salvaste el pellejo amigo, pues dame ahora la caja con las monedas-. -Eso te crees tú, viejo tonto, ¿cómo te voy yo a dar lo que tanto aprecio?-, le contesta el sinvergüenza al anciano. -Eso pensé yo que dirías y por eso te puse a prueba, a ver si te enmendabas y reconocías tu mala acción dándome la caja del dinero, y arrepintiéndote de tu fechoría, pero como veo que no tienes solución, atente a las consecuencias.

El anciano se mete los dedos en la boca y emite un tremendo silbido que se oyó en todo el valle. En ese mismo momento, salen de entre la maleza dos enormes perros de presa que saltando y ladrando salvajemente rodean al ladrón y hacen que muerto de miedo y temblando se tire al suelo y pida perdón. El anciano, acercándose lentamente al muchacho le quita de las manos la caja del dinero y acercándose a su oído le susurra muy bajito: -Este dinero es robado, y yo te ofrecí la oportunidad de devolverlo, pero no quisiste aprovechar la oportunidad que te di, ahora atente a las consecuencias. Pronto estarán aquí los vecinos y el alguacil para hacerse cargo de ti-. Dándose la vuelta el anciano, cogió su carro lleno de paja y lentamente se metió en el bosque perdiéndose en él.

Avisados por el silbido del anciano llegaron rápidamente los vecinos y el alguacil a la explanada donde los dos mastines mantenían de rodillas y muerto de miedo al malvado muchacho, que llorando pedía que le apartasen de una vez los dos enormes perros de presa. Tras tranquilizar a los perros, le pusieron los grilletes en manos y pies, y llevaron detenido al ladrón al calabozo del cuartelillo, del hasta hoy tranquilo y alegre pueblo. Con la alegría de haber detenido al ladrón nadie se percató de que en un momento determinado, desaparecieron ambos perros sin que nadie se diese cuenta. Pero cual fue la sorpresa de todos, que entrando en el pueblo, vieron la puerta de la iglesia abierta de par en par, y acercándose temerosos a su interior vieron que en el primer banco se encontraba la caja de madera abierta, repleta de los billetes y monedas recaudados el día anterior.

Nadie había visto nada, y mirándose sorprendidos unos a otros preguntaron: -¿Dónde está el anciano del carro y sus dos perros? ¿Alguien los vio? Pero nadie los había visto, ni nadie supo de ellos y nadie los volvió jamás a ver.

Hans Klobuznik

13 dic 2021

Mi último día de vacaciones

Toca impasible el despertador. Está amaneciendo, y ya empieza a hacer calor en la habitación. Rápidamente me ducho, y me dispongo a vestirme lentamente con mi traje de sastrería italiana que llevare durante todo el día. Me siento preso en él, como si estuviese atrapado en el interior de una armadura medieval.

Hoy es mi último día de vacaciones en el mar. Se terminó agosto y con él la buena vida. Otra vez a madrugar, la oficina, el teléfono, la ansiedad, el estrés. Me miro en el espejo y me encuentro rarísimo metido en ese disfraz ciudadano tan rígido, tan impersonal.

La culpa la tienen lógicamente las cuatro semanas que llevo vistiéndome como el capitán de una goleta de la época del pirata Drake. Pantalones cómodos de hilo blanco, camisa fresquita a rayas horizontales azules y blancas, chanclas de playa y sobre la cabeza un elegante sombrero modelo Panamá. Por supuesto, de afeitarme, nada. A ver si con el tiempo conseguía una tupida barba negra. Supongo que en el fondo lo que pretendía era parecerme a un auténtico lobo de mar. Tuve además la tentación de comprarme una de esas preciosas pipas de madera de boj, pero al final desistí, ya que yo ni siquiera fumo.

Sin embargo, ahora fíjate cómo voy vestido. Todo fino y elegante. Pantalón de traje, con su raya recién planchada, cinturón de cuero fino negro, mocasines negros recién pulidos, camisa de seda blanca y una preciosa blazer bien ajustadita de tres botones. Voy como un pincel, vamos. Tras mirarme tristemente en el espejo, salgo con paso lento a la calle.

Es mi último paseo del verano. Tomo una de las estrechas y encaladas callejas, que como en todos los pueblos marineros desembocan al final o en el puerto o en la playa. Al llegar a su pequeño paseo marítimo, tomo la dirección del enorme y majestuoso faro. Es imponente, pintado en anchas franjas horizontales de color rojo y blanco y en su parte superior el espectacular faro que guía en las oscuras noches a los barcos, tanto pesqueros como de recreo en su entrada a puerto. Según avanzo por el paseo, van cayendo lentamente los recuerdos uno tras otro, como las hojas amarillas que a primeros de otoño caen del árbol adormecido. El camino serpenteante que bordea las enormes rocas de la costa me lleva como si fuese flotando sin destino determinado.

Al llegar al primer recodo, espero encontrarme con Miguel, pescador jubilado, que todos los días sin fallar alguno está sentado en su pequeña banqueta, sujetando con sus rudas manos su larga caña de pescar. Junto a él, su cesta de pescador, y su bote de gusanos de cebo. Es un hombre rudo, de tupida barba blanca y profundas arrugas en la cara, jamás le oí decir una sola palabra, ni siquiera te contestaba cuando le dabas los buenos días, simplemente movía ligeramente la cabeza de un lado al otro. Siempre le vi con un cigarro humeante en la comisura de sus labios. Pero ya no estaba él.

El paseo ya no era el mismo, le empezaban a faltar los actores principales. Desilusionado, regreso lentamente a mi humilde pensión. La playa está semidesierta, las sombrillas y toallas de alegres colores ya no alegran el paisaje de la playa. No se oyen los alegres gritos y risas de los niños y jóvenes. Solo se percibe a lo lejos el sonido monótono y constante de las olas rompiendo suavemente sobre la arena. Sigo andando y me acerco al kiosco de helados y chucherías que está a medio camino entre la playa y el puerto. Lo regenta María, una preciosa joven de grandes ojos verdes y largo pelo negro. ¡Cerrado! Era de esperar, si ya no hay niños ni veraneantes, ¿Para qué lo va a tener abierto? Sigo andando y me acerco al bar. Se llama La Goleta. Todos los días casi a la misma hora me tenían preparado un suculento desayuno sin tener yo siquiera que pedirlo. Zumo de naranja, tostada de pan, aceite de oliva y tomate rayado. Hoy ya no me lo tienen preparado, saben que ya no entraré más durante este año. Sigo andando y veo como una pareja cruza la calle con una silla plegable en una mano, y una pequeña sombrilla en la otra. Al fin algo de color y alegría que dará vida a la adormecida playa de blanca y fina arena. Abandono el paseo marítimo y subo por una de sus blancas y estrechas calles en dirección a mi pensión.

Paso por delante de la frutería donde todos los días compraba la fruta para mi cena, pero paso de largo sin detenerme, sin saludar y sin acariciar al pequeño gato negro de la tienda de nombre Tizón. Noto como el gatillo negro acostumbrado a mis caricias diarias se extraña y me maúlla mirándome con cara triste. Sigo andando, pero al poco paro y girando la cabeza hacia atrás vuelvo a ver por un instante el mar. Verde, inmenso, tranquilo, luego sigo lentamente mi ascenso. Me vuelvo a parar, porque se me acumulan los recuerdos unos sobre otros. Cierro por unos momentos los ojos, y me veo tumbado sobre la cálida y fina arena, dejándome acariciar por la suave brisa del mar.

Así paso las horas muertas, mirando el ir y venir de las olas, oteando a lo lejos el horizonte infinito del mar. El sol me va tostando poco a poco, y cuando ya no resisto más, me levanto y me meto lentamente en el mar. Chapoteo, me refresco la cabeza, me siento un rato en la arena cálida de la playa y meto los pies en la fresca agua del mar. Yo no soy un gran nadador, pero me encanta y disfruto de la sensación del agua sobre mi cálida piel. En esta posición puedo pasar las horas muertas, viendo jugar a los niños con sus cubos y sus palas, y cerrando los ojos me encanta oír los graznidos de las gaviotas sobrevolando el mar, a la espera de lanzarse en picado en busca de un suculento pez.

Estas sensaciones me llenaban, me recargaban las pilas, me tranquilizaban. Ahora me siento vacío, triste, mustio. Siento como si el mar me hubiese dejado a mí y no yo a él. Vuelvo a mirar por última vez el mar, y oyendo su suave oleaje, en voz baja susurro sin que nadie me pueda oír: "Si, tienes razón, no pertenezco aquí, soy rata de ciudad, ¿no ves que llevo corbata?". Sigo andando y sin parar, paro un taxi, cargo las maletas y marcho en dirección a mi ciudad. Si alguien me preguntase alguna vez que donde pasé este verano, le diré: En la playa, en alguna playa, en cualquier playa.

Hans Klobuznik.


Un buen negocio

Dos amigos se encuentran en la calle, y tras saludarse efusivamente, deciden charlar dándose una vuelta por el parque.
-¡Que perro tan bonito tienes!
-Sí, es de pura raza, cazador pero muy casero y listísimo.
-Yo le quiero como a un hijo…
-Ya me gustaría a mi tener uno así.
El dueño del perro se detiene y dice:
-¡No me digas! ¿Te gustaría tener uno
 -Si
-Bueno, es mucha la amistad que nos une. Nos conocemos desde hace más de cincuenta años, desde la época del colegio.
-Sí, es verdad, me acuerdo perfectamente.
-¿Qué me dices si te lo vendo? Por supuesto, te haría un precio especial. Lo compré de cachorrillo y me costó 500 euros, claro con su correspondiente pedigrí. Me lo trajeron nada menos de Alemania.
-¿Qué es perro o perra?
-¿A ti que te gustaría tener?
-Perra, para criar cachorrillos.
-Pues tuviste suerte, es perra, y además te voy hacer un precio especial. No te voy a cobrar el coste del adiestramiento, ni las visitas al veterinario, ni la alimentación... te lo voy a vender solo por 1000 euros.
-Ya, pero va a ser imposible, ¿dónde lo meto?
-No, no creo que mi mujer me dejase meter un perro en casa.
-¡Que por eso no sea! Venga, dame 600 y no se hable más. Además, en todo caso a mi mujer le gustaría que fuese perro, para que la defienda mejor.
-Sea, a 400 puedo rebajártelo.
-En todo caso te lo compraría en dos años, pues estoy a punto de cambiarme de piso.
-Amigo, aprovecha esta oportunidad, último precio, 200 y no hablemos más.
-Te voy a decir la verdad, estoy en bancarrota, la empresa donde trabajaba quebró, me despidieron y llevo meses sin cobrar. No puedo permitirme ningún gasto extra.
-Déjame pensar hombre, eres mi amigo, te conozco hace cincuenta años, tienes problemas económicos, ¿no voy a tener yo un detalle contigo? ¡Toma! Te lo regalo, es tuyo.
Acarició al perro, le dio cariñosamente unas palmaditas en el lomo, y con una amplia sonrisa le puso la correa en la mano despidiéndose así de él. Siguieron un rato andando en silencio sin decir palabra. Al rato el nuevo propietario del perro se para, mira a su amigo, y con voz compungida le dice:
-No puedo consentirlo, ¡no! ¿Cómo me voy a quedar yo con tu perro? Con lo que tú le quieres... ¡Ni hablar, esto no puede ser! He pensado una solución que nos satisfará a los dos.
-¿Si? Bueno, a ver, dime.
-Como tú quieres tanto a tu perro, y yo no tengo dinero para cuidarlo, me das 200 euros y te vendo mi perro, pero como tu bien sabes, su precio real es como mínimo de 1000 euros, pero por la amistad que nos une y excepcionalmente, yo te lo voy a vender por solo 200 euros.
El amigo se detiene, piensa un momento, sonríe y dice:
-Me agrada el trato, lo veo justo, a mí me encanta el perro, y tú no andas bien económicamente, pues yo te lo recompro por 200 euros, y los dos salimos ganando.
Los dos amigos se dan la mano, uno saca la cartera, le da los 200 euros, el otro, sonríe y le da el perro, se dan un abrazo, se despiden y cada uno sigue satisfecho su camino.
Hans Klobuznik.