13 dic 2021

Mi último día de vacaciones

Toca impasible el despertador. Está amaneciendo, y ya empieza a hacer calor en la habitación. Rápidamente me ducho, y me dispongo a vestirme lentamente con mi traje de sastrería italiana que llevare durante todo el día. Me siento preso en él, como si estuviese atrapado en el interior de una armadura medieval.

Hoy es mi último día de vacaciones en el mar. Se terminó agosto y con él la buena vida. Otra vez a madrugar, la oficina, el teléfono, la ansiedad, el estrés. Me miro en el espejo y me encuentro rarísimo metido en ese disfraz ciudadano tan rígido, tan impersonal.

La culpa la tienen lógicamente las cuatro semanas que llevo vistiéndome como el capitán de una goleta de la época del pirata Drake. Pantalones cómodos de hilo blanco, camisa fresquita a rayas horizontales azules y blancas, chanclas de playa y sobre la cabeza un elegante sombrero modelo Panamá. Por supuesto, de afeitarme, nada. A ver si con el tiempo conseguía una tupida barba negra. Supongo que en el fondo lo que pretendía era parecerme a un auténtico lobo de mar. Tuve además la tentación de comprarme una de esas preciosas pipas de madera de boj, pero al final desistí, ya que yo ni siquiera fumo.

Sin embargo, ahora fíjate cómo voy vestido. Todo fino y elegante. Pantalón de traje, con su raya recién planchada, cinturón de cuero fino negro, mocasines negros recién pulidos, camisa de seda blanca y una preciosa blazer bien ajustadita de tres botones. Voy como un pincel, vamos. Tras mirarme tristemente en el espejo, salgo con paso lento a la calle.

Es mi último paseo del verano. Tomo una de las estrechas y encaladas callejas, que como en todos los pueblos marineros desembocan al final o en el puerto o en la playa. Al llegar a su pequeño paseo marítimo, tomo la dirección del enorme y majestuoso faro. Es imponente, pintado en anchas franjas horizontales de color rojo y blanco y en su parte superior el espectacular faro que guía en las oscuras noches a los barcos, tanto pesqueros como de recreo en su entrada a puerto. Según avanzo por el paseo, van cayendo lentamente los recuerdos uno tras otro, como las hojas amarillas que a primeros de otoño caen del árbol adormecido. El camino serpenteante que bordea las enormes rocas de la costa me lleva como si fuese flotando sin destino determinado.

Al llegar al primer recodo, espero encontrarme con Miguel, pescador jubilado, que todos los días sin fallar alguno está sentado en su pequeña banqueta, sujetando con sus rudas manos su larga caña de pescar. Junto a él, su cesta de pescador, y su bote de gusanos de cebo. Es un hombre rudo, de tupida barba blanca y profundas arrugas en la cara, jamás le oí decir una sola palabra, ni siquiera te contestaba cuando le dabas los buenos días, simplemente movía ligeramente la cabeza de un lado al otro. Siempre le vi con un cigarro humeante en la comisura de sus labios. Pero ya no estaba él.

El paseo ya no era el mismo, le empezaban a faltar los actores principales. Desilusionado, regreso lentamente a mi humilde pensión. La playa está semidesierta, las sombrillas y toallas de alegres colores ya no alegran el paisaje de la playa. No se oyen los alegres gritos y risas de los niños y jóvenes. Solo se percibe a lo lejos el sonido monótono y constante de las olas rompiendo suavemente sobre la arena. Sigo andando y me acerco al kiosco de helados y chucherías que está a medio camino entre la playa y el puerto. Lo regenta María, una preciosa joven de grandes ojos verdes y largo pelo negro. ¡Cerrado! Era de esperar, si ya no hay niños ni veraneantes, ¿Para qué lo va a tener abierto? Sigo andando y me acerco al bar. Se llama La Goleta. Todos los días casi a la misma hora me tenían preparado un suculento desayuno sin tener yo siquiera que pedirlo. Zumo de naranja, tostada de pan, aceite de oliva y tomate rayado. Hoy ya no me lo tienen preparado, saben que ya no entraré más durante este año. Sigo andando y veo como una pareja cruza la calle con una silla plegable en una mano, y una pequeña sombrilla en la otra. Al fin algo de color y alegría que dará vida a la adormecida playa de blanca y fina arena. Abandono el paseo marítimo y subo por una de sus blancas y estrechas calles en dirección a mi pensión.

Paso por delante de la frutería donde todos los días compraba la fruta para mi cena, pero paso de largo sin detenerme, sin saludar y sin acariciar al pequeño gato negro de la tienda de nombre Tizón. Noto como el gatillo negro acostumbrado a mis caricias diarias se extraña y me maúlla mirándome con cara triste. Sigo andando, pero al poco paro y girando la cabeza hacia atrás vuelvo a ver por un instante el mar. Verde, inmenso, tranquilo, luego sigo lentamente mi ascenso. Me vuelvo a parar, porque se me acumulan los recuerdos unos sobre otros. Cierro por unos momentos los ojos, y me veo tumbado sobre la cálida y fina arena, dejándome acariciar por la suave brisa del mar.

Así paso las horas muertas, mirando el ir y venir de las olas, oteando a lo lejos el horizonte infinito del mar. El sol me va tostando poco a poco, y cuando ya no resisto más, me levanto y me meto lentamente en el mar. Chapoteo, me refresco la cabeza, me siento un rato en la arena cálida de la playa y meto los pies en la fresca agua del mar. Yo no soy un gran nadador, pero me encanta y disfruto de la sensación del agua sobre mi cálida piel. En esta posición puedo pasar las horas muertas, viendo jugar a los niños con sus cubos y sus palas, y cerrando los ojos me encanta oír los graznidos de las gaviotas sobrevolando el mar, a la espera de lanzarse en picado en busca de un suculento pez.

Estas sensaciones me llenaban, me recargaban las pilas, me tranquilizaban. Ahora me siento vacío, triste, mustio. Siento como si el mar me hubiese dejado a mí y no yo a él. Vuelvo a mirar por última vez el mar, y oyendo su suave oleaje, en voz baja susurro sin que nadie me pueda oír: "Si, tienes razón, no pertenezco aquí, soy rata de ciudad, ¿no ves que llevo corbata?". Sigo andando y sin parar, paro un taxi, cargo las maletas y marcho en dirección a mi ciudad. Si alguien me preguntase alguna vez que donde pasé este verano, le diré: En la playa, en alguna playa, en cualquier playa.

Hans Klobuznik.


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