26 dic 2021

Un cuento de Navidad

Se acercaba la Navidad, y todos habitantes del pequeño pueblo serrano, se reunían en el atrio de la iglesia, alrededor del enorme roble que presidía la placeta que cubierta de pequeños toldos y casetas, protegían de la intensa nevada caída ya hace varios días a los diferentes puestos solidarios que ofrecían todo tipo de productos, para recaudar los fondos necesarios, para cubrir las necesidades básicas de los más necesitados en estas fechas tan determinadas.

Unos vendían calcetines, guantes y gorros de lana, otros vendían rosquillas, bizcochos y turrones, varios ofertaban voceando sus productos hechos a mano artesanalmente como juguetes de cartón y hojalata. Así todos tenían algo que comprar o vender. Todo era alegría y buen humor. Los niños del colegio público, cantaban villancicos y la rondalla tocaba alegres canciones. Al acercarse ya la noche y empezar a bajar rápidamente la temperatura, pasó el párroco acompañado de dos feligreses puesto por puesto, para recaudar el dinero obtenido.

Ya noche cerrada, el párroco y sus dos acompañantes entraron en la iglesia para guardar el dinero en el armario de la sacristía. Al entrar, vieron a un hombre arrodillado en un banco que rezaba en voz baja. -Hijo mío ¿necesitas algo?-. Le preguntó el párroco. -Nada padre, únicamente me gustaría quedarme un rato más rezando, antes de volver a la pensión-. -De acuerdo hijo, cuando termines tira de la puerta desde fuera y la puerta quedará cerrada-. Tras dejar el dinero en el armario de la sacristía salieron los tres hombres, tras desearle buenas noches al forastero.

A la mañana siguiente, el párroco entró a la iglesia y a continuación a la sacristía, para preparar la primera misa del día. Pero, aaaah… cuál fue su sorpresa cuando vio todos los cajones por el suelo, todos los armarios revueltos y la caja del dinero recaudado la noche anterior desaparecida. Dando una fuerte patada al suelo, salió corriendo en dirección al campanario. Allí se colgó de la soga de la campana y empezó a tocar la señal de alarma. Al poco tiempo todo el pueblo estaba reunido y expectante en la puerta de la iglesia. -¡Padre, padre! ¿Qué sucede?- gritaban todos. -¡Nos han robado, nos han robado todo el dinero de la tómbola!-. 

Todos indignados empezaron a pensar quién podía ser el ladrón. A eso, un niño levantó tembloroso la mano y dijo balbuceando: -Yo vi esta mañana salir a un hombre de la iglesia, y llevaba una caja bajo el brazo. Se fue corriendo en dirección al bosque. Perdón, no pensé que fuese un hombre malo...-. -¡A por él, vamos todos tras el! ¡Sigamos sus huellas en la nieve!-.

Pero al llegar al bosque perdieron la pista de las pisadas, pues las copas de los pinos habían evitado que la nieve cuajase en el suelo. Sin embargo, el fugitivo aprovechó esa misma circunstancia para meterse en el bosque y corre que corre intento huir sin ser visto. Al cabo de un buen rato, y jadeando de puro cansancio, llegó al final del bosque, donde tras terminarse la arboleda y los matojos, vio ante sí una enorme explanada donde era imposible esconderse.

Muerto de miedo, se quedó petrificado pues ya llegaban a sus oídos los gritos de sus perseguidores, todos los vecinos del pueblo le perseguían. De pronto, entre la maleza del bosque apareció un anciano tirando de un carro de mano lleno de haces de paja, se postra el ladrón de rodillas ante el anciano y balbuceando le dice: -Buen hombre, por Dios os suplico, ¡ayúdeme!- .-Joven, ¿qué queréis de mí?- le contesta. -Que me escondáis en el carro y no me delatéis, y si eso hacéis, os daré una caja repleta de billetes y monedas, buen hombre-. Tras meditar unos segundos, le dijo el anciano: -Que así sea. Meteos dentro del carro, cubríos con la paja, y no digáis ni una palabra-.

Momentos después empezaron a llegar hombres, mozos, jóvenes, mujeres y niños, todos pertrechados con palos, con cuerdas y otros con cadenas. Al ver al anciano pararon y le preguntaron: -Señor, ¿habéis visto por aquí correr a un malandrín con una caja de madera bajo el brazo?-. -No vi a nadie-, contestó este. -¿Y qué delito cometió el tal malhechor?-. -Pues nos robó toda la recaudación del mercadillo solidario que guardábamos en la iglesia-. -Cuanto lo siento, pero si llegase a verle no os preocupéis, que os lo haré saber con un fuerte silbido-.

Tras dar todos los perseguidores varias vueltas por la zona sin éxito, y ya cansados de tanto correr, toman malhumorados y decepcionados el camino de regreso al pueblo. Al quedar la zona despejada y quedarse el anciano solo, destapa el carro quitando la parte superior de los haces de paja y con voz suave pero decidida, le dice al ladrón: -Salvaste el pellejo amigo, pues dame ahora la caja con las monedas-. -Eso te crees tú, viejo tonto, ¿cómo te voy yo a dar lo que tanto aprecio?-, le contesta el sinvergüenza al anciano. -Eso pensé yo que dirías y por eso te puse a prueba, a ver si te enmendabas y reconocías tu mala acción dándome la caja del dinero, y arrepintiéndote de tu fechoría, pero como veo que no tienes solución, atente a las consecuencias.

El anciano se mete los dedos en la boca y emite un tremendo silbido que se oyó en todo el valle. En ese mismo momento, salen de entre la maleza dos enormes perros de presa que saltando y ladrando salvajemente rodean al ladrón y hacen que muerto de miedo y temblando se tire al suelo y pida perdón. El anciano, acercándose lentamente al muchacho le quita de las manos la caja del dinero y acercándose a su oído le susurra muy bajito: -Este dinero es robado, y yo te ofrecí la oportunidad de devolverlo, pero no quisiste aprovechar la oportunidad que te di, ahora atente a las consecuencias. Pronto estarán aquí los vecinos y el alguacil para hacerse cargo de ti-. Dándose la vuelta el anciano, cogió su carro lleno de paja y lentamente se metió en el bosque perdiéndose en él.

Avisados por el silbido del anciano llegaron rápidamente los vecinos y el alguacil a la explanada donde los dos mastines mantenían de rodillas y muerto de miedo al malvado muchacho, que llorando pedía que le apartasen de una vez los dos enormes perros de presa. Tras tranquilizar a los perros, le pusieron los grilletes en manos y pies, y llevaron detenido al ladrón al calabozo del cuartelillo, del hasta hoy tranquilo y alegre pueblo. Con la alegría de haber detenido al ladrón nadie se percató de que en un momento determinado, desaparecieron ambos perros sin que nadie se diese cuenta. Pero cual fue la sorpresa de todos, que entrando en el pueblo, vieron la puerta de la iglesia abierta de par en par, y acercándose temerosos a su interior vieron que en el primer banco se encontraba la caja de madera abierta, repleta de los billetes y monedas recaudados el día anterior.

Nadie había visto nada, y mirándose sorprendidos unos a otros preguntaron: -¿Dónde está el anciano del carro y sus dos perros? ¿Alguien los vio? Pero nadie los había visto, ni nadie supo de ellos y nadie los volvió jamás a ver.

Hans Klobuznik

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